El Nuevo Coronavirus en el Nuevo siglo XXI (ensayo narrativo)
En el tormentoso
oscuro y grisáceo cenit de la ciudad, sólo había fuertes ráfagas de vientos
huracanados manando en todas direcciones. Sacudían y estremecían a los enormes
edificios tal cual fueran enormes columnas de lóbrego papelón apunto de
desvanecerse o mejor dicho de derrumbarse en medio de la terrible
calamidad. Enjambres de casas ubicados
a los costados de la urbe, por momentos eran golpeados y zarandeados por la
fuerza destructora que la incesante y
omnipresente tormenta hacía sentir en el centro y periferia de toda la ciudad.
Al mismo tiempo, gigantescas y siniestras siluetas óseas se formaban sobre todo
el lugar entre la iluminación destellante de la macabra danza de relámpagos y
la penumbra de las frías moles de concreto. La visión que se podía palpar, oler
y vivir era totalmente necrológica, ni más ni menos. Entre todo este fulgor y
fragor los caudales que fluían por la ciudad dejaban escapar de sus más
recónditos interiores sendas melodías febriles que eran entonadas por cuervos,
y el sonido del batir de las alas de los pavones que podían anunciar sólo una
cosa. Este no era solamente un desastre climático, era un reflejo vivo que la
naturaleza hacía traslucir en el espejo de la crisis humana, como dibujando en
el lienzo el más preciso objeto figurativo que describiera el efecto de la pandemia de
2020 en las sociedades, en suma en la civilización humana.
Existía un
paralelismo entre la desgracia producida por el mal tiempo y la desgracia que se
vivía en la cotidianidad, al nivel de la vida social, al interior de las casas
y en el entorno de existencia urbano de la población. La única diferencia es
que la tempestad se había ido con los días. Inicialmente se había aminorado y
finalmente había desaparecido, pero con la tribulación de la pandemia no
parecía ser ese el caso, pues sus
efectos después de un año de haber aparecido eran muy tangibles, eran muy
reales en la vida de Hugo y en la vida de los habitantes de la ciudad. Había
cadáveres por todos los alrededores; muchas casas tenían un espacio reservado
para más de algún difunto que empezaba a emitir el fétido olor a muerte, por lo
general se les colocaba en las camas de las habitaciones, aunque también se
podían encontrar colocados en medio de las salas en altares improvisados pero
muy adornados; en la calles y en la aceras no era inusual encontrar gente
llorando a sus muertos, gente con el sentido perdido que permanecían por días
en el mismo lugar cuidando los restos de sus seres queridos, ahora protegidos
con sábanas y a veces hasta cubiertos de formas muy originales como los cuerpos
que aguardaban en ataúdes de cartón arreglados con flores y retratos. En el
peor de los casos, cuando Hugo se dirigía a comprar alimentos, podía
encontrarse con cadáveres abandonados en la ciudad semicubiertos en sábanas u
otra clase de mortajas improvisadas. En los hospitales, la situación no era muy
diferente, pues estaban colapsados sus servicios médicos, razón por la cual no
eran los contaminados los únicos muriendo, también moría el personal de salud.
Con tanto cadáver, con los cementerios saturados, con los servicios mortuorios
fallidos y las morgues colapsadas, los cuerpos se acumulaban en diversas salas
improvisadas en las que cubiertos en bolsas negras se disponían como paquetes,
lanzados unos sobre otros, como bolsas de desechos de los cuales las
instituciones no se podían deshacer.
Gira la llave empuja la puerta, entra
en la casa y ya en la sala, se tira sobre el roto y muy viejo sillón, se
encontraba muy cansado, pero también alterado. “Nunca ir a comprar comida al
mercado había sido, tan duro, tan complicado y tan mentalmente agotador como lo
era desde hacía un tiempo para acá.” Pensaba para sí mismo Hugo. Aun cuando la
cuarentena había iniciado hace unos diez meses, era hace unos cuatro meses que
se había empezado a familiarizar con toda aquella situación, pero
familiarizarse no era lo mismo que acostumbrarse. Todavía un viaje a la ciudad
resultaba confuso, molesto y sobre todo muy estresante. No era sólo la
mortífera visión que se cernía por todos lados lo que le molestaba, también,
estaban las normativas sanitarias, el miedo al contagio, el creciente
aislamiento social pero sobre todo la incerteza de un futuro inmediato. Es verdad
que molestaba la indiferencia social y la falta de empatía de las personas,
pero lo que más afectaba a Hugo, lo que se le clavaba en el cerebro y más le
desconsolaba y oprimía era el desmejoramiento en su forma de vida. “Prefiero
contagiarme antes de morir de hambre, prefiero morir, antes de terminar sin
alimentos, de no tener para pagar los recibos y de terminar en las calles sin
rumbo y lugar a dónde marchar.” Se decía una y otra vez tirado en el
confortable, aunque mal oliente y viejo sillón.
La pandemia se había desarrollado de
manera que en menos de un año no sólo había causado muertes y enfermado a
muchos, sino que también había afectado el diario vivir en lo social, político
y económico de los que hasta ese momento habían sobrevivido al constante flujo
del tiempo marcado por relojes de arena y de cristal. Se podría decir que la
pandemia no era un proceso de selección natural, todo lo contrario era un
proceso determinado por las posibilidades económicas de los grupos sociales, de
la cuna en la cual a cada individuo le había tocado nacer. Si permanecías en
casa no te contagiabas, pero si salías porque necesitabas trabajar para obtener
algo de comer o si tu trabajo te exponía a la primera línea de riesgo, era muy
probable que terminaras encontrando refugio bajo el gran ciprés.
Todo inició allá
por noviembre, sí a mediados de noviembre de 2019 cuando en los medios de
comunicación se empezó hablar sobre una extraña enfermedad, en una muy lejana y
desconocida ciudad con un nombre difícil de pronunciar, sonaba algo así como
Gujam y estaba localizada en la gran y enorme China. Fueron tres meses que duró
la noticia la cual le parecía a Hugo se iba sobredimensionando a medida pasaba
el tiempo. “De seguro era el morbo de los noticieros.” Argumentaba Hugo con sus
compañeros de trabajo con los cuales veía videos de YouTube en horas de
descanso, antes de dirigirse a dar clases de paleografía.
Ya en febrero de
2020, los videos en la internet así como los noticieros empezaban a transmitir
situaciones bizarras de lo que ocurría en Wuhan. Hugo junto con los compañeros
de trabajo en la oficina, notó que alguien empezó a tocar el tema, de repente
todos veían un video en la computadora en que se mostraba una enorme ciudad,
con edificios monumentales de los cuales salían gritos desesperados e
incomprensibles de personas atrapadas en apartamentos que supuestamente estaban
sellados por las autoridades. Otros videos mostraban oficiales chinos con
equipo de seguridad atrapando y capturando violentamente personas supuestamente
contagiadas con la epidemia. En el fondo Hugo y sus compañeros no dejaban de
sentir temor por las imágenes vistas, pero también cuestionaban la
autenticidad. “Son videos con buenos montajes”, decía una compañera de trabajo.
“No parece que eso sea el caso,” mencionaba alguien más. Luego y sin haber
terminado de conversar sobre todo el tema salían corriendo de la oficina a
realizar sus respectivas actividades laborales.
-Creo que sí fuera verdad, en esos videos no se verían a las
autoridades golpeando y maltratando a la gente de esa manera-comentaba Hugo a
un amigo en camino a sus lugares de trabajo.
-China es la dictadura del partido comunista, no se siente obligados
a respetar a la gente, con cualquier excusa hacen lo que quieren- replicaba el
compañero.
Al final del momento, y
en el transcurso del día era mejor
olvidar esas noticias. Además el afán diario no daba tiempo para continuar
pensando en los rumores de esa extraña situación que parecía tan pero tan
distante, y precisamente porque era otro mundo desde el cual venía todo ese
infierno, era difícil sentir empatía por los habitantes de la metrópoli
oriental. Empero, una serpiente se apresuraba a cerrar el ciclo mordiéndose la
cola sin tardar mucho tiempo en hacer presencia en los lugares en los que se
desenvolvía Hugo.
Para principios de
marzo, ya las coordenadas de la expansión del virus se habían aproximado aún
más. Ahora era Perú, Ecuador y países europeos de dónde venían las noticias.
Era como que la enfermedad pudiera atacar a todo el mundo menos la ciudad en la
que vivía Hugo. “¡Era eso posible, no podría sucedernos a nosotros!”, pensaba.
“En todo caso no somos centros de tráfico mundial, no somos focos de comercio
mundial, eso explica que no sucediera nada aquí”. Se decía así mismo cuando se
dejaba aturdir por las noticias del televisor y el computador. Que daban en el
ambiente preguntas sin responder como si era la pandemia parte de una guerra
virológica o sí era producto de un accidente o un efecto de la destrucción del
medio ambiente. El sin sentido se apoderaba de las posibles hipótesis, sin
embargo había una realidad y esa era que el número de contagios y muertes
parecían ir en ascenso. Nada importaba que los científicos hablaran de un bajo
índice de letalidad y un alto índice de contagio, en la práctica en las
imágenes de los periódicos, el internet y en los encabezados, el caso parecía ser
diferente.
Un día cuando Hugo
planificaba muchos proyectos que por mucho tiempo había tenido en su mente, al
llegar a la casa un jueves por la tarde, escuchó la noticia de la cuarentena en
la cadena nacional. Por el bien común el Estado decretaba la cuarentena y
medidas estrictas parque nadie se atreviera a quebrantarla. Era una cuarentena
inicialmente de 30 días y con ayudas económicas y de alimentos, pero con el tiempo
ni los alimentos fueron suficientes ni la ayuda monetaria resulto muy útil,
pues contrastaba muy fuertemente con todo lo que se perdía, el empleo, la
movilidad por la ciudad y la autonomía de autosuficiencia que el trabajo
cotidiano le brindaba a Hugo.
Así de la noche a la
mañana la ciudad se había vuelto otro lugar. Se había vuelto un territorio
desolado, sin transeúntes, y lo que era peor sin vendedores ambulantes que tan
típicamente le daban luz y vida a la zona urbana. Los almacenes y tiendas
estaban cerradas, y los parques habían sido acordonados para evitar que el
público los ocupara; se veía muy poca
gente y si se ponía atención se podía notar a
algunos individuos, mujeres u hombres, dando explicación a las
autoridades. Los noticieros ahora mostraban detenciones dirigidas por policías
y militares, y aun cuando no era como los videos de Wuhan, se notaba cierta
esquizofrenia en las autoridades que arrestaba y dirigía a centros de
contención a los violadores de la cuarentena.
Bajo toda la
normatividad de la impuesta cuarentena, existían espacios para salir a realizar
las diligencias necesarias para la existencia humana. Había que comprar
alimentos, pagar deudas y en el caso de Hugo, éste tenía que hacer el retiro del
último salario que obtendría durante mucho tiempo, durante el resto de la
crisis salubrista de la que él pudiera atestiguar. No había nada definido, parecía
que iban a ser sólo treinta días, nada porque preocuparse, no obstante el viaje
mostraba a Hugo que la gente había cambiado, ya no tenían ni las mismas
actitudes ni las mismas conductas. De seguro era el temor a lo que se veía en
la tele, lo que se leía y se escuchaba en las noticias sobre la pandemia en el
exterior, pues en el país todavía no existían rastros muy fuertes de ésta, al
menos no todavía.
Se conocía de los
dispensarios de desinfectantes en el transporte público, pero la gran sorpresa
se la llevo Hugo al ver individuos que subían al transporte y prácticamente se
bañaban con el desinfectante. ¡Eso era una exageración! Él podía comprender que
la gente usara mascarilla, pero ya frotarse el desinfectante por todo lo ancho
y largo de los brazos y en especial por todo el contorno del rostro sin duda
que “!eso era ya una especie de control social causado por la neurosis que
resultaba de las noticias¡” Meditaba Hugo para sí mismo. “! No terminaré así ¡”
Se repetía una y varias veces, sin salir de su fuerte impresión. Ya de regreso
a su hogar, se encontró en medio de una riña en el siguiente autobús que
abordó. Se trataba de un vendedor de galletas que al ver que nadie le compraba,
empezó a gritar que la gente por ser sería, por no disfrutar de la vida, dentro
de poco empezaría a sufrir de la pandemia como sucedía en los países donde
mucha gente estaba ya muriendo. Como reacción una mujer le gritó que se callara
porque no sabía lo que decía y que no fuera estúpido porque él mismo moriría,
mientras que un hombre de fuerte complexión y edad madura se levantaba de su
asiento para golpear al vendedor y hacer caer toda la mercancía por el suelo. Era
un momento tenso que no terminó afortunadamente en nada grave ya que la gente
les pidió que se controlaran con lo cual volvió la paz al transporte, pero la
tensión allí seguía echando raíces en las mentes de todos.
A
medida avanzaban los días, el encierro se prologaba para Hugo para sus vecinos
y para toda la gente en la ciudad. Los días eran pesados y entre más avanzaban
se volvían fríos, más fríos, especialmente cuando al final de muchas
prolongaciones, la cuarentena se volvió indefinida e ilimitada, lo cual
significa que ya no se recordaba ni cuando había iniciado ni se sabía cuándo
terminaría. Lo que sí empezó a cambiar fue la razón de contagios y de víctimas
de la pandemia que aumentaban con un ascenso vertiginoso. Con el tiempo la
cuarentena técnicamente se relajó, pero en la práctica se había estancado en
una etapa en la cual no había transporte y muchos trabajos no se reiniciaban
con lo cual el verdadero caos llegó a la casa de Hugo, a su cotidianidad en la
que se tuvo que limitar en la ingesta de alimentos y en el acceso al consumo de
bienes necesarios para una existencia saludable. Así la falta de recursos
monetarios, volvió progresivamente al ambiente muy preocupante. Dentro de poco
no habría dinero para comprar comida, para pagar la renta y las deudas de la
casa de habitación y este era el caso no sólo de Hugo sino de muchas personas.
El encierro implicaba falta de buenos alimentos, falta de transporte para
movilizarse al trabajo, y a largo plazo, inseguridad de sobrevivencia en el
futuro de las personas que no gozaban de una fuente estable de ingresos en su
vida.
La normalidad ya había cambiado y no era reversible, por mucho que
varias personas trataran de vivir como lo habían hecho antes de la pandemia. Ahora
ya en este tiempo la tensión nerviosa venía de todos lados, tanto del exterior
del hogar como del interior del mismo.
Los medios de comunicación con sus malas noticias sobre las
defunciones y contagios en alza eran un buen motivo de preocupación, pero
luego, asimismo, estaban los malos presagios para la economía y la inflación,
causados todos por una cuarentena de la que no se terminaba de salir porque
simplemente no era posible avanzar, no se encontraba manera de hacerlo.
Literalmente la sociedad estaba congelada, petrificada. Una cosa era seguro
muchos tendrían que ser sacrificados por causa del destino o por lo menos de la
mala gestión de la pandemia por parte del Estado. En su lugar de habitación, Hugo se encuentra
lidiando con el estrés generado por la extraña rutina que le imponía el
encierro. La monotonía de su diario vivir, ahora, le hacía perder toda
referencia temporal, lo sumergía en una realidad surrealista en la que no
encontraba manera de escapar de su pequeña reclusión habitacional. Hugo se
esforzaba por realizar muchas y distintas rutinas cada día, pero la incerteza
de sobrevivir de su último salario y la poca ayuda que el gobierno le había
proveído, lo hundía en una lucha entre lo vital
y el sin sentido. Eran días de sobresaltos, algunas veces optimista en
otras ocasiones se encontraba en desesperación material más que espiritual. No
se veía salida a la crisis y no se sabía precisamente en qué iba a terminar todo
aquello, empero había preguntas que siempre rondaban su mente: ¿Hasta cuándo ira a continuar la cuarentena? ¿Se llegará a controlar
el contagio? ¿Se podría llegar a recuperar el empleo? ¿Se podría volver a la
normalidad anterior?, pero la pregunta que más se la achacaba era si él mismo sobreviviría o no esta
enfermedad o sus efectos indirectos en la vida de toda la ciudad y sus
habitantes.
Continuaba
pensando, mirando alrededor de la sala, sintiéndose descansar sobre el roto y
muy viejo sillón que sabía a trono de emperador en su casa. Después de un
momento, Hugo recordó el muy importante proceso de desinfección por el que
tenía que pasar sus pocas compras y por el que debía pasar él mismo. Un poco mareado
se levanta, toma un frasco y empieza a rociar sobre sí mismo el desinfectante
que no es otra cosa que lejía diluida en
agua, lo sabía muy bien, pues él la había preparado para estos casos. Vierte la
lejía sobre su pequeña bolsa de comprados mientras se repite a sí mismo muy
lleno de esperanzas: “La lucha continúa, se inicia un nueva forma de vivir pero
la lucha por la vida continúa.” No podía desistir estaba lleno de planes y todo
al final debía resurgir como el ave fénix. Se marcha al lavamanos cuando siente
un escalofrío por lo cual se toca la frente, sólo para descubrir que tiene
calentura, mientras que descubre que su mareo aumenta y que tiene un leve síntoma
estomacal. El pavón de nuevo vuelve a batir sus alas sobre toda la gran
inmensidad etérea en lo alto de la ciudad.
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